La generación del 36, también llamada primera generación de posguerra, fue un movimiento literario español constituido entre 1936 y 1941, durante la guerra civil española y los primeros años de dictadura de Francisco Franco.
Fue un movimiento breve y poco reconocido, en relación a sus antecesores (generación del 98, generación del 14 y generación del 27), formado por autores españoles que nacieron entre 1905 y 1920, y que la guerra los marcó de un modo o de otro. El objetivo de sus obras fue expresar aquella realidad bélica que estaba sucediendo y, para ello, reaccionaron contra el esteticismo de la generación anterior.
La generación del 36 estuvo integrada por escritores, poetas y dramaturgos que, en su mayoría, se alinearon según dos tendencias predominantes:
- Poesía arraigada. Aquella desarrollada por los escritores que se encontraban a favor del régimen franquista. Destacó su tono nacionalista, patriótico y optimista de la situación, con temas como el amor, el paisaje, la religión y la familia. En cuanto a la forma, se trató de una poesía clasicista, que siguió los cánones de la métrica española. Se agruparon alrededor de la revista Escorial (1940) y Garcilaso (1943) -por eso se les ha llamado “poetas garcilasistas”-, y se centraron en el ideal del “poeta-soldado”. Destacan Leopoldo Panero, Luis Rosales, Dionisio Ridruejo y Luis García Nieto.
- Poesía desarraigada. Aquella desarrollada por los escritores que se encontraban en contra del régimen franquista, y que fueron perseguidos, censurados y exiliados. Destacó su tono existencialista, pesimista y de angustia, con críticas sociales severas a la situación. Expresaban que Dios les había abandonado y por ello el mundo estaba dominado por la soledad, el vacío existencial y el miedo a vivir. Respecto a la forma, se trató de una poesía menos clasicista que la anterior, en la que dominaba el verso libre. Se agruparon en torno a la revista Espadaña (1944). Los poetas más importantes son José Hierro, Dámaso Alonso, Victoriano Crémer y Eugenio de Nora.
Resumen del contexto histórico de la generación del 36 (1936-1939)
- 1931-1936: Segunda República
- 1936-1939: Guerra Civil
- 1936-1975: Dictadura de Franco
- Ver además: Corrientes literarias
Características de la generación del 36
Estas son algunas de las características de la generación del 36:
- Desarrollaron una literatura mayormente social y comprometida con el contexto histórico.
- Prefirieron la narrativa por sobre la poesía y la dramaturgia.
- Apostaron al realismo y existencialismo por sobre el vanguardismo.
- Utilizaron un lenguaje más directo y crudo, en detrimento del esteticismo que imperaba en la generación del 27.
- Se distanciaron de la poesía pura y surrealista.
Autores y obras de la generación del 36
La lista de autores que integró esta generación fue provista por Ricardo Gullón, escritor que se incorporó dentro de esta, y fue redactada tomando criterios de edad y de estilo de producción. Algunos de los más destacados autores de la generación del 36 fueron:
Narrativa y ensayo
- Camilo José Cela (1916-2002). La colmena (1951) y Mazurca para dos muertos (1983).
- Carmen Laforet (1921-2004). Nada (1945) y La isla y los demonios (1952).
- Gonzalo Torrente Ballester (1910-1999). El casamiento engañoso (1939) y Javier Mariño (1943).
- Ricardo Gullón (1908-1991). Fin de semana (1935) y Vida de Pereda (1943).
Poesía
- Miguel Hernández (1910-1942). El hombre acecha (1937-1938) y Nanas de la cebolla (1939).
- José Hierro (1922-2002). Tierra sin nosotros (1947) y Libro de las alucinaciones (1964).
- Luis Rosales (1910-1992). “La voz de los muertos” (1937) y La casa encendida (1949).
- Leopoldo Panero (1909-1962). La estancia vacía (1944) y Versos al Guadarrama (1945).
- Enrique Azcoaga (1912-1985). La piedra solitaria (1942) y El canto cotidiano (1943).
Dramaturgia
- Antonio Buero Vallejo (1916-2000). Historia de una escalera (1949) y El tragaluz (1967).
Lecturas
- Fragmento de “Nanas de la cebolla” (1939), de Miguel Hernández.
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre
escarchaba de azúcar,
cebolla y hambre. (...)
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
Es tu risa la espada
más victoriosa.
Vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol,
porvenir de mis huesos
y de mi amor.
La carne aleteante,
súbito el párpado,
y el niño como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma. (...)Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.Vuela niño en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.
- “Junto al mar” en Quinta del 42 (1953), de José Hierro
Si muero, que me pongan desnudo,
desnudo junto al mar.
Serán las aguas grises mi escudo
y no habrá que luchar.Si muero, que me dejen a solas.
La mar es mi jardín.
No puede, quien amaba las olas,
desear otro fin.Oiré la melodía del viento,
la misteriosa voz.
Será por fin vencido el momento
que siega como hoz.Que siega pesadumbres. Y cuando
la noche empiece a arder,
soñando, sollozando, cantando,
yo volveré a nacer.
- “Acelerando” en Libro de las alucinaciones (1964), de José Hierro
Aquí, en este momento, termina todo,
se detiene la vida. Han florecido luces amarillas
a nuestros pies, no sé si estrellas. Silenciosa
cae la lluvia sobre el amor, sobre el remordimiento.
Nos besamos en carne viva. Bendita lluvia
en la noche, jadeando en la hierba,
Trayendo en hilos aroma de las nubes,
poniendo en nuestra carne su dentadura fresca.
Y el mar sonaba. Tal vez fuera su espectro.
Porque eran miles de kilómetros
los que nos separaban de las olas.
Y lo peor: miles de días pasados y futuros nos separaban.
Descendían en la sombra las escaleras.
Dios sabe a dónde conducían. Qué más daba. «Ya es hoy
—dije yo—, ya es hora de volver a tu casa».
Ya es hora. En el portal, «Espera», me dijo. Regresó
vestida de otro modo, con flores en el pelo.
Nos esperaban en la iglesia. «Mujer te doy». Bajamos
las gradas del altar. El armonio sonaba.
Y un violín que rizaba su melodía empalagosa.
Y el mar estaba allí. Olvidado y apetecido
tanto tiempo. Allí estaba. Azul y prodigioso.
Y ella y yo solos, con harapos de sol y de humedad.
«¿Dónde, dónde la noche aquella, la de ayer...?», preguntábamos
al subir a la casa, abrir la puerta, oír al niño que salía
con su poco de sombra con estrellas,
su agua de luces navegantes,
sus cerezas de fuego. Y yo puse mis labios
una vez más en la mejilla de ella. Besé hondamente.
Los gusanos labraron tercamente su piel. Al retirarme
lo vi. Qué importa, corazón. La música encendida,
y nosotros girando. No: inmóviles. El cáliz de una flor
gris que giraba en torno vertiginosa.
Dónde la noche, dónde el mar azul, las hojas de la lluvia.
Los niños —quiénes son, que hace un instante
no estaban—, los niños aplaudieron, muertos de risa:
«Qué ridículos, papá, mamá». «A la cama», les dije
con ira y pena. Silencio. Yo besé
la frente de ella, los ojos con arrugas
cada vez más profundas. Dónde la noche aquella,
en qué lugar del universo se halla. «Has sido duro
con los niños». Abrí la habitación de los pequeños,
volaron pétalos de lluvia. Ellos estaban afeitándose.
Ellas salían con sus trajes de novia. Se marcharon
los niños —¿por qué digo los niños?— con su amor,
con sus noches de estrellas, con sus mares azules,
con sus remordimientos, con sus cuchillos de buscar pureza
bajo la carne. Dónde, dónde la noche aquella,
dónde el mar... Qué ridículo todo: este momento detenido,
este disco que gira y gira en el silencio,
consumida su música...
- Fragmento de Nada (1945), de Carmen Laforet
Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado y no me esperaba nadie. (...)
El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis ensueños por desconocida. Empecé a seguir —una gota entre la corriente— el rumbo de la masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado —porque estaba casi lleno de libros— y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación. (...)
Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola en la gran acera, porque la gente corría a coger los escasos taxis o luchaba por arracimarse en el tranvía.
Uno de esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir después de la guerra se detuvo delante de mí y lo tomé sin titubear, causando la envidia de un señor que se lanzaba detrás de él desesperado, agitando el sombrero.
Corrí aquella noche en el desvencijado vehículo, por anchas calles vacías y atravesé el corazón de la ciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me pareció corto y que para mí se cargaba de belleza.
El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me conmovió como un grave saludo de bienvenida. (...)
—Aquí es —dijo el cochero.
Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas de balcones se sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar cuáles serían aquellos a los que en adelante yo me asomaría. Con la mano un poco temblorosa di unas monedas al vigilante y cuando él cerró el portal detrás de mí, con gran temblor de hierro y cristales, comencé a subir muy despacio la escalera, cargada con mi maleta.
- “Olor a cebolla” en La colmena (1951), de Camilo José Cela
Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla.
—Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla.
—Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra ventana?
—No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las manos me huelen a cebolla.
La mujer era la imagen de la paciencia.
—¿Quieres lavarte las manos?
—No, no quiero, el corazón también me huele a cebolla.
—Tranquilízate.
—No puedo, huele a cebolla.
—Anda, procura dormir un poco.
—No podría, todo me huele a cebolla.
—Oye,¿ quieres un vaso de leche?
—No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme muy de prisa, cada vez huele más a cebolla.
—No digas tonterías.
—¡Digo lo que me da la gana! ¡Huele a cebolla!
El hombre se echó a llorar.
—¡Huele a cebolla!
—Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla.
—¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste!
La mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar.
—¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!
—Como quieras.
La mujer cerró la ventana.
—Oye, quiero agua en una taza; en un vaso, no.
La mujer fue a la cocina, a prepararle una taza de agua a su marido.
La mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un hombre se le hubieran roto los dos pulmones de repente.
El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un dolor en las sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy larga.
—¡Ay!
El grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama estaba vacía.
Algunos vecinos se asomaron a las ventanas del patio.
—¿Qué pasa?
La mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho:
—Nada, que olía un poco a cebolla.
Referencias
- Amat, Jordi (2013). “La invención del 36. Relato de una reconciliación intelectual”. Sobre una generación de escritores (1936-1960). Hernández Martínez, Manuel (coord.). IFC.
- Carbajo, F. G. (2013). Movimientos y épocas literarias. Editorial UNED.
- Guillén, E. S. D. D. G. (2015). La generación de 1936. Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (No. 92, pp. 479-516). Academia de Ciencias Morales y Políticas.
- Gullón, R. (1965). “La generación española del 36”. Revista Ínsula, núm. 224-5, pág. 24.
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